Es curioso esto de tomar el apellido de tu pareja. En conjunto es muy curioso esto de que tu ser se configure a través del de otros seres.
En cierto sentido, debemos reconocer que nuestro yo es el resultado de una superposición de categorías: el género, la nacionalidad, la raza, la religión, las creencias políticas, las preferencias sexuales, la profesión, la clase social, los grupos de edad... Pero, de todas las construcciones del yo posibles, la que más me ha llamado siempre la atención es la que nace de la construcción del nombre propio. El nombre, es sabido, nos lo dan nuestro padre y nuestra madre por razones diversas, pero el apellido o los apellidos son una construcción social.
En principio, lo normal sería tomarlos de la madre que nos parió, porque a fin de cuentas es la que ha creado nuestro cuerpo, pero no es tan sencillo como parece porque la madre que nos ha creado resulta que también tiene un nombre y este no es, a su vez, el de la madre que la engendró a ella sino el de su padre.
Así pues, generación tras generación los seres con pene van pasándose el apellido unos a otros y diciendo frases como "Nosotros los Fernández" mi abuelo, mi bisabuelo, mi tatarabuelo y mi blablablabuelo. Los seres con útero se limitan a la encomiable y laboriosa tarea de engendrar dentro de él a las siguientes generaciones de Fernández.
Más llamativo aún es este fenómeno en las sociedades en las que la mujer deja su nombre para tomar el del esposo. Romeo, en la famosísima escena del balcón, le ofrecía a su amada renunciar a su nombre como si esto fuera, para él, un gran asunto. Sin embargo, para las mujeres de medio mundo parece la cosa más normal. Un detalle sin importancia alguna. Incluso, si me apuras, un regalo del ser amado.
Esta construcción de la identidad sobre la de otro la encontramos en el título de la novela Ana Karenina. Todo el argumento de la misma se monta sobre la imposibilidad de Ana de ser ella, de vivir su vida al margen de lo que su marido determine y la sociedad dictamine. Ella es la esposa de Karenin, sus hijos también llevan este nombre, incluso si son engendrados de otro hombre, mientras él no le conceda el divorcio, Ana seguirá siendo Ana Karenina y los hijos engendrados de su vientre serán tan propiedad de su marido como lo era su vientre mismo.
Pero el drama de nuestra bella, inteligente, apasionada y maravillosa Ana no reside sólo en que no puede conseguir el divorcio y dejar de ser Karenin, el drama consiste en que si deja de ser quien ha sido hasta entonces lo será para convertirse en la comparsa de una nueva persona. Pobre Ana. Su inteligencia le juega una mala pasada. Ella entiende que todo esta perdido. Haga lo que haga parece abocada a pasar de una convención a otra, de una falsedad a otra, de un estado de incertidumbre y dependencia a otro. Y si en su primer matrimonio esta situación le era tolerable pues nadie le había dado unas alas con las que elevarse por encima de la mediocridad, ahora ya no podría soportarla.
Para los demás es Ana Karenina, pero ¿quién es para ella misma?, ¿la madre que ha abandonado a su hijo? ¿la amante que espera con creciente ansiedad que no dejen de amarla? Ana no puede establecer su identidad desde sí misma; no tiene fuerzas para luchar por ella y no sabría vivir, o al menos eso cree ella sin construir su identidad desde la de un hombre. El miedo, el dolor y la culpa la atenazan como una cuerda alrededor del cuello que finalmente acabará por ahogarla.
Es muy curioso para mí el caso de personajes públicos como Susan Sarandon que mantienen el apellido del primer marido porque ya lo han hecho suyo y no importa ya si es del hombre que amaste años atrás, del padre o del fontanero. Te has hecho un nombre con él en el mundo del cine y nos vas a cambiártelo ahora. Desde luego tiene lógica. Aunque la premisa inicial haya sido absurda.
Otro ejemplo que me abruma es el de Marie Curie. Recientemente he leído el estupendo libro de Rosa Montero "La ridícula idea de no volver a verte" en el que nos habla sobre su propia experiencia vital de duelo entretegiéndola con la de la gran científica. Me parece muy acertada la reflexión de Rosa sobre el modo en el que la muerte de Piere Curie se convirtió en el hecho más triste de la vida de Marie Sklodowska, pero también el hecho que socialmente ha determinado el valor incuestionable de su aportación a la ciencia. Qué cruel paradoja. En cualquier caso, todos los Curie de Francia pueden estar orgullosos de compatir su apellido con el de la eminente física polaca.
Todo mi apoyo para las mujeres que se atreven a mantener su apellido en países donde lo perderían, a poner su apellido a sus hijos o hijas, a cambiarse su apellido por el de su madre, o el de su abuela, o el de su blablablabuela o a reírse de los que opinan que hacer alguna de estas cosas puede ofender al padre, al abuelo o al marido. Bravo.
Es muy curioso para mí el caso de personajes públicos como Susan Sarandon que mantienen el apellido del primer marido porque ya lo han hecho suyo y no importa ya si es del hombre que amaste años atrás, del padre o del fontanero. Te has hecho un nombre con él en el mundo del cine y nos vas a cambiártelo ahora. Desde luego tiene lógica. Aunque la premisa inicial haya sido absurda.
Otro ejemplo que me abruma es el de Marie Curie. Recientemente he leído el estupendo libro de Rosa Montero "La ridícula idea de no volver a verte" en el que nos habla sobre su propia experiencia vital de duelo entretegiéndola con la de la gran científica. Me parece muy acertada la reflexión de Rosa sobre el modo en el que la muerte de Piere Curie se convirtió en el hecho más triste de la vida de Marie Sklodowska, pero también el hecho que socialmente ha determinado el valor incuestionable de su aportación a la ciencia. Qué cruel paradoja. En cualquier caso, todos los Curie de Francia pueden estar orgullosos de compatir su apellido con el de la eminente física polaca.
Todo mi apoyo para las mujeres que se atreven a mantener su apellido en países donde lo perderían, a poner su apellido a sus hijos o hijas, a cambiarse su apellido por el de su madre, o el de su abuela, o el de su blablablabuela o a reírse de los que opinan que hacer alguna de estas cosas puede ofender al padre, al abuelo o al marido. Bravo.