Después de “Amor”, la película de Haneke, me encuentro con este film de
Joachim Lafosse “Perder la razón” que me
sumerge de nuevo en uno de esos infiernos personales que parecen invisibles
ante los demás.
Al igual que un comentarista del programa Días de cine, consideró que el tema de “Amor” era “una
decrepitud mal encarada”, no me sorprendería que alguien ya esté calificando el
de esta película como “una maternidad mal encarada”. Y es que existen infiernos
que nosotros creamos, que nosotros mantenemos, pero que somos incapaces de ver,
o quizá no queremos ver. Si has caído en la casilla mala, como en el juego de la oca, tú te aguantas, y
yo tiro, porque me toca.
No cabe duda, por otra parte, de que la
alineación absoluta puede terminar por ser llevadera. Convertirse en la
limpiadora-reproductora de un hombre
puede ser una función en la que encontrar algún tipo de autoestima
personal, si ponemos nuestra autoestima en la valoración que el hombre hace de
nosotras y en la capacidad de aguante. Generaciones y generaciones de mujeres
han vivido, viven y probablemente, vivirán así en el futuro, aunque sea
desalentador reconocerlo.
Pero en la película “Perder la razón”, este no
es el caso. No hay alienación asimilada a la normalidad. Hay dolor en estado
puro, angustia, sufrimiento y odio dirigido, por pura confusión, hacia las
hijas y el hijo que parecen ser la causa directa de ese sufrimiento. Aunque
evidentemente no lo son. ¿Por qué esta terrible confusión? Porque la mujer está
sola. Abrumadora y terriblemente sola. No hay voces que la ayuden a interpretar
lo que le pasa. Tampoco pertenece al grupo de las mujeres que han sido
criadas para vivir así, aunque hubiera deseado al menos poder integrarse en él
–la desdicha compartida es menos dolorosa- pero ni esto consigue.
Porque su pareja ya tiene pareja. Ella sólo es un vértice más en el
triángulo creado para la satisfacción de todos y cada uno de los deseos de su
joven marido inmigrante. En un punto está ella, y en el otro el hombre
occidental que le proporciona una vida “a lo grande” a él y a toda su familia
marroquí. Esta situación lleva a la protagonista a un círculo dantesco en el
que busca y busca el modo de satisfacer al marido en una especie de competencia
carente de sentido con “el otro”: tener el hijo varón que desea a base de parir
niños. Si la competencia con otras
mujeres es dura, en este caso es sencillamente imposible de sobrellevar salvo
con la negación absoluta de su ser.
Es violada,
humillada, culpada, golpeada y finalmente, abandonada por el marido que no
puede soportar la convivencia con tantos niños las peticiones constantes de
colaboración… y se escapa cada vez por periodos más largos a Marruecos para
poder “respirar”. Es diariamente sometida a esa insidiosa venganza del hombre
mayor que le reprocha simplemente su ser femenino, que la requiere despierta para el trabajo y al
mismo tiempo anulada para la queja o la exigencia de cambios. Que en el fondo
la odia por representar todo lo que él nunca podrá ser.
“Perder la razón” nos
acerca una vez más a la realidad de la locura generada por el entorno de la
persona, nos permite, además, reflexionar sobre la explotación de las
mujeres desde la perspectiva no solo intercultural sino también de la
connivencia homosexual. Una homosexualidad masculina que predica la tolerancia
hacia su diferencia, mientras acepta en su entorno modelos de vida basados en
la masculinidad más retrógrada, que incluso los mitifica y reconstruye como
valores absolutos de una sexualidad libre de todo compromiso reproductivo.
Por otra parte, la
película se dirige también con mirada crítica hacia las occidentales que
contemplamos indiferentes o incluso valoramos como positivas diferencias
culturales que no son más que trampas para mujeres, hasta que una de nosotras
cae inesperadamente en una de esas trampas. No lo vimos venir. Por eso “Perder
la razón” no es solo una película excelente, es sobre todo una película
necesaria.